Los poderes públicos de la comunidad mundial están llamados a examinar y resolver los problemas relacionados con el bien común universal, por lo que no se puede echar la vista a un lado cuando se trata de evaluar la situación de las personas desplazadas de su tierra o de los refugiados.

La inmigración puede ser un recurso más que un obstáculo para el desarrollo. La llegada de inmigrantes procedentes de zonas desfavorecidas a menudo es percibida como una amenaza para los niveles de bienestar. Por eso las instituciones de los países que reciben inmigrantes deben vigilar cuidadosamente para que no se difunda la tentación de explotar a los trabajadores extranjeros, privándoles de los derechos garantizados a los trabajadores nacionales.

Es trágico el aumento de migrantes huyendo de la miseria. La falta de reacciones ante estos dramas es un signo de la pérdida del sentido de responsabilidad por nuestros semejantes.

El principio de humanidad conlleva la obligación de proteger a la población civil de los efectos de la guerra. Poder emigrar para mejorar es un derecho; tener que emigrar para vivir es una injusticia.

El derecho del emigrante a su propia identidad ha de ir unido con el respeto debido a la cultura y a las instituciones de los pueblos a los que emigra. La globalización ha abierto los mercados pero no las fronteras, ha derrumbado las barreras a la libre circulación de la información y de los capitales, pero no lo ha hecho en la misma medida con las de la libre circulación de las personas.

Además de todo ello, las mujeres se ven, a menudo, despojadas de los derechos humanos y sindicales más elementales. A veces incluso caen víctimas del triste fenómeno conocido como «tráfico humano», que ya no exime ni siquiera a los niños. Es un nuevo capítulo de la esclavitud.

La Iglesia ha contemplado siempre en los migrantes la imagen de Cristo que dijo: «era forastero, y me hospedasteis» (Mt 25,35).

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