Si la vida humana fuese un rompecabezas, podríamos decir que cada uno de nuestros logros equivaldría a colocar una pieza hasta que pudiéramos tener la imagen completa de nuestra vida. Y, sabiendo que al ser humano le gusta establecer comparaciones, pronto vamos a poner nuestra vida junto a la del vecino de al lado. Así es como terminamos estableciendo comparación entre unos rompecabezass y otros sin detenernos siquiera a pensar en la cantidad de piezas que pueda tener cada uno. Lo mismo que en las cajas que vemos en las tiendas, algunas vidas traen más piezas que otras y, por tanto, necesitan de un esfuerzo mayor para ser completadas.
Podríamos decir que la discapacidad equivale a tener un rompecabezas con más piezas que la media. Algunas personas lo describen diciendo que se vive en el modo difícil, si lo comparamos con los videojuegos. En cualquier caso, con independencia de la alegoría o metáfora que se use, la realidad última con la que nos encontramos es con una persona que debe superar las barreras propias que le impone su discapacidad y también las externas que tienen que ver con la vida más allá de su cuerpo y no dependen de lo que pueda o no pueda hacer, sino de lo que el mundo a su alrededor “le permite”, con la correspondiente carga de injusticia que ello pueda traer consigo.
Vamos a hablar de Teresa Perales, puesto que aparece en la portada de la revista Vida Nueva de esta semana. Nació en 1975 y a los 19 años perdió la movilidad de sus piernas. Cuando una neuropatía le arrebató esa capacidad tuvo que aprender a nadar de nuevo. Y, cuando, hace unos años, el avance de la misma neuropatía provocó que el brazo izquierdo dejara de responder a sus órdenes, le tocó reaprender una vez más. Le decía esto a Vida Nueva:
He tenido que volver a aprender a nadar por tercera vez en mi vida. La primera fue cuando era pequeña, después cuando con 19 años me quedé en la silla de ruedas sin mover las piernas por una neuropatía. Ahora, de nuevo, he vuelto a empezar. Ha supuesto un cambio mental y corporal, porque he tenido que concentrar el esfuerzo en el brazo derecho, que era mi brazo malo, desprogramarme, reinventarme, equilibrarme y acostumbrarme a nadar más lento.
Y, aun nadando más despacio, consiguió hacerse con una medalla de bronce en estos últimos Juegos de París, un hito que comparte con su familia de manera especial dado que este mismo año se cumplía el veinte aniversario desde que aceptó casarse con el que hoy es su marido y padre de su hijo; una propuesta que se hizo, precisamente, en la Torre Eiffel.
Incluso con una cantidad tan descomunal de medallas, Teresa Perales afirma que no le importaría ganar alguna que otra más:
Solo tengo 28. Esto de ser mañica y ser ambiciosa parece que no tiene límites. No es que no valore lo que tengo. Estoy tremendamente feliz, pero me parece que es muy bonito siempre tener la oportunidad de tener la puerta abierta para ilusionarse, para pensar que hay algo más allá. Al final, llevo más de la mitad de mi vida compitiendo y a todos los deportistas nos cuesta dar el paso a un lado. No es que no esté preparada porque sí que me lo he trabajado, pero si puedo seguir adelante, no dudes de que me mantendré en primera línea. Y como sigo ganando, sigo queriendo más.
Perales matiza su ambición y afirma que puede gestionar la frustración de no conseguir medalla porque hace la distinción entre perder y no ganar. No lo vive como un fracaso porque las carreras que no ha ganado las ha afrontado desde el camino que la ha llevado ahí, es decir fijándose en el proceso y no solo en el resultado final.
Esa actitud, junto a sus logros y dificultades personales, ha propiciado que se suela mostrar a Teresa Perales como ejemplo de superación. Ella misma se topó con la palabra resiliencia cuando en una tienda de libros se encontró con uno que decía: “Teresa Perales, ejemplo de persona resiliente”.
Existe una tendencia, dentro y fuera de la Iglesia, a presentar a las personas discapacitadas como ejemplo de superación; no ya como modelo a seguir para otras personas discapacitadas que se encuentren perdidas, sino de manera generalizada. Y, ahí, nos topamos con un monstruo del que no todos quieren hablar. Mucha gente sin discapacidad, al conocer una de estas historias de superación, desarrolla un paternalismo nocivo que se suele manifestar con frases del tipo “eres un campeón” o “tú puedes”.
Al final, eso no es más que un reflejo más del capacitismo que impregna a la sociedad en su conjunto, donde la discapacidad es percibida como una especie de humanidad imperfecta. Los mensajes que se difunden se traducen, más o menos, como: “ánimo, si lo intentas lo suficiente, puede que no se note tu discapacidad”. Y, aunque no guste admitirlo, también ocurre dentro de la Iglesia.
En la lógica de los dones, donde todo el mundo tiene algo que puede aportar a la comunidad, en ocasiones la persona discapacitada es despojada de todo aquello que no tenga que ver con su discapacidad, como si eso fuera todo lo que la constituye como persona, como si la propia discapacidad fuera su don, como si su sufrimiento fuera el don que ofrece a la comunidad para inspirar la superación ajena.
Probablemente necesitemos espacios donde no todo sean mensajes de “tú puedes”, porque, en ocasiones, no poder no es sinónimo de algo malo y perverso. Se puede no poder; se debería poder no poder sin que ello signifique la decepción de nadie. El modelo socioeconómico mayoritario nos aprieta el alma para que todo tenga que ser siempre más, siempre mejor, siempre excelente.
Así llegamos al profundo riesgo que existe en la Iglesia de tratar al discapacitado únicamente como un objeto de cuidado y no como un actor o actriz que participa activamente en la vida de la comunidad. Tanto es así que este capacitismo estructural se cuela incluso en documentos pontificios tan detallistas como Amoris laetitia. En el punto 47 se habla de las familias que cuidan de personas discapacitadas, no de estas en sí mismas. Y en el punto 197 se indica que requieren mucho afecto y cercanía.
El capacitismo, que también se manifiesta invisibilizando formas de discapacidad no aceptadas, es un riesgo muy real en la Iglesia en su conjunto si los fieles se dejan atrapar por esa corriente de paternalismo o asistencialismo que roba la voz que brota de la persona discapacitada.
Por supuesto, el cuidado de quien vive bajo determinadas condiciones que le imposibilitan la autonomía no está reñido con un trato hacia esas personas que no les robe ni un ápice de la dignidad que tienen por ser imagen de Dios, ya sea el Dios en silla de ruedas o el Dios con dificultad para articular palabras, que son el mismo y uno solo.
Hay una historia famosa que nos ayuda a entender el peligro que supone dejarse llevar por la corriente de nuestro sistema económico que ve la discapacidad como una carga:
Una niña con discapacidad motora y otras dificultades le preguntó a sus padres si, cuando muriese, en el cielo también sería discapacitada. El padre y la madre respondieron que no, que en el cielo todo el mundo será perfecto. Y la niña les volvió a preguntar: “¿cómo me váis a reconocer, entonces?
Sería conveniente revisar nuestros discursos sobre la plenitud de cuerpo y alma para no considerar la discapacidad como un don de Dios ni tampoco como un castigo. La persona es así y así es como es plena, sin que le falte ni un poquito de su dignidad.
Por supuesto, aunque se consigan muchos hitos y se visibilice la discapacidad, eso no quiere decir que la vida se vuelva un camino suave sin complicaciones. Teresa Perales compartía esto con Vida Nueva:
Lo del brazo no ha sido fácil. La tentación de dejar de sonreír llega cuando ves que no puedes controlar algo. A los seres humanos nos gusta mucho tener la sensación de control sobre nuestras vidas, porque nos da tranquilidad y seguridad. Es más, pensamos que tranquilidad y seguridad son directamente proporcionales a la sensación de felicidad. Así, si tienes dominada una situación, te genera más tranquilidad y aparentemente te genera felicidad. Hasta que no aprendes a vivir en la inseguridad, esto es, en la fragilidad de tu brazo, no cambias de perspectiva. Es ahí cuando cambia la balanza de la felicidad.
Para dejar de lado concepciones como que la discapacidad sea un regalo o un castigo de Dios se necesita un cambio de mentalidad. Hay situaciones que, sencillamente, son. No hay ningún control sobre ellas. Y, ahí, también nos topamos de frente con los rompecabezass que decíamos al comienzo. Teresa Perales contó con una red de soporte que le permitió tomar impulso para llegar a donde está hoy, como por ejemplo cuando las dominicas del colegio donde estudiaba decidieron becar a su familia tras el fallecimiento de su padre. Quien no cuenta con redes similares añade piezas a su rompecabezas y habría que tenerlo en consideración antes de emitir una sola opinión.
Perales quería ser médico y misionera. Ha terminado siendo nadadora. La más laureada de la historia, junto a Michael Phelps. Ha curado de otro modo, a nivel emocional, inspirando o alentando a otra gente. Y ha viajado por el mundo como embajadora de Paz y Buena Voluntad de Naciones Unidas. Salvando las distancias, se cumplieron sus sueños de juventud y se añadió alguno que otro más, aun cuando el deterioro físico no se contase entre sus proyecciones personales.
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A propósito de lo que significa la inclusión, Perales comparte esto con la revista:
Es la normalidad. Es que, de manera natural, entendamos que no hay un escudo protector que te proteja de tener una discapacidad o de tener que practicar deporte paralímpico en lugar de olímpico. Se trata de dar oportunidades y espacios en los que todos podemos participar, para demostrarnos que verdaderamente podemos hacer gestas.
Vivir la inclusión como parte de la normalización de la discapacidad, de aceptar que ni todos los cuerpos son iguales ni todos los seres humanos homogéneos. Dentro de la Iglesia ha habido muchas iniciativas a lo largo de la historia para que esto se hiciera realidad. Una de ellas es la Fraternidad Cristiana de Personas con discapacidad, la Frater, que se puso en marcha en España en 1957 aunque sus orígenes se remontan a los años cuarenta en Francia. Se trata de un movimiento cristiano de apostolado seglar que contribuye a que la persona sea protagonista de su propia vida y se integre plenamente en la sociedad.
El acento de integrarse plenamente en la sociedad involucra necesariamente integrarse plenamente en la vida eclesial. ¿Te suena demasiado obvio? Lo parece, ¿verdad que sí? Sin embargo, no es tan obvio cuando, como decíamos antes, existe una normalización de la segregación que impide razonar de forma objetiva. Las sociedades en las que vivimos están plagadas de sesgos y uno de ellos es el sesgo capacitista que deja la discapacidad a un lado porque es incómoda a la vista y solo permite protagonismo a la persona discapacitada que es graciosa o que no se desvía demasiado de los cánones de belleza mayoritarios.
Podemos echar un vistazo a la historia de la Iglesia1 para ver que no se trata de algo propio de los tiempos actuales.
Antonio Maniardo fue un ostiario con un tartamudeo severo a quien la Congregación para el Clero de su época no consideró apto para realizar la tarea de abrir y cerrar las puertas de la Iglesia. Su tartamudez era considerada una discapacidad limitante. Otro caso famoso es el de Giacinto Casaro, un canónigo de la catedral de Gaeta, en Italia, a quien se le denegó celebrar misa en público por ser calvo. Estuvo llevando peluca durante 20 años para ocultarlo y aquello supuso un escándalo, tanto que el resto de canónigos de la catedral escribieron una carta atestiguando el escándalo. Se le obligó a celebrar la misa solo en privado. La calvicie, al parecer, fue considerada como una discapacidad escandalosa.
Estas prohibiciones no son, obviamente, exclusivas del cristianismo. Muchas otras religiones impedían el acceso al templo a las personas con discapacidades visibles, tal como hicieron los egipcios, los griegos o los romanos. En el caso del cristianismo, el origen de esta discriminación la encontramos en un pasaje del Levítico, uno de los libros del las leyes judías que hay en la Biblia. En el capítulo 21, leemos lo siguiente:
Habla a Arón y dile: Ninguno de tu descendencia, ahora o en el futuro, que tenga una deformidad ofrecerá el alimento de su Dios. Ningún varón que tenga un defecto presentará las ofrendas; ya sea ciego o cojo, desfigurado o desproporcionado, o un hombre que tenga fracturado un pie o una mano, o que sea jorobado, enano o bisojo, sarnoso y tiñoso, o con los testículos aplastados.
Si añadimos el factor del tiempo a ese pasaje y le sumamos una tradición centrada en la perfección sacerdotal, obtenemos, como decíamos, un capacitismo que se ha anclado en lo más profundo de la tradición, transformando a la persona discapacitada en un mero receptor de cuidados, denegándole cualquier otra posibilidad de participación eclesial.
Por fortuna, no toda la Iglesia es homogénea y el Espíritu ha podido soplar en direcciones transformadoras y más positivas que aquella visión propia de la época en la que el Levítico fue puesto por escrito. De otro modo, no podríamos conocer historias como las de Thomas Coughlin. En un momento de su vida, realizó un discernimiento para acceder al sacramento del orden, para ser sacerdote. Pero había nacido sordo, de manera que habría de superar unas cuantas dificultades añadidas. Ya sabes, más piezas en su rompecabezas. Se ordenó en 1977 y soñaba con formar una orden de sacerdotes sordos que pudieran ejercer su ministerio pastoral con la comunidad sorda y demostrar que los sacerdotes sordos ofrecen soluciones en contraposición a la idea de que suponen un problema.
Hasta 2006 no pudo materializar ese sueño. Thomas Coughlin y otros cuatro hicieron su primera profesión de votos como Misioneros Dominicos para el apostolado sordo, entregando su ministerio al anuncio del Evangelio en lengua de signos y al apoyo de los hombres sordos que quisieran ser sacerdotes.
Si echamos un vistazo más académico a todo lo que venimos hablando, podemos acudir al profesor Erik W. Carter, de la Universidad Vanderbilt, en Tennessee, Estados Unidos. En 2016 escribió un artículo con un título que, en sí mismo, es muy sugerente: Estar presente vs. tener una presencia2. Se trata de un estudio con padres y madres de una iglesia protestante local que tuvieran algún hijo o hija discapacitado de entre 13 y 21 años. Con independencia de si el estudio usa una muestra muy pequeña o no, sugiere un esquema que tiene bastante lógica por sí solo. Tiene diez niveles y va de menos a más integración en la comunidad religiosa.
- 1. Estar presente.
- 2. Que alguien se dé cuenta de que la persona está.
- 3. Que se le dé la bienvenida.
- 4. Que se le cuide.
- 5. Que se le apoye.
- 6. Que se le acepte.
- 7. Que se le conozca.
- 8. Que haga amistades.
- 9. Que se le necesite
- 10. Que se le ame.
Con esos diez pasos, el profesor Carter discrimina el grado de madurez espiritual de una determinada comunidad religiosa en relación con las personas discapacitadas y sus familias.
En el ámbito de la Iglesia Católica, ¿dónde dirías tú que se colocan las diferentes iglesias locales del mundo? ¿Dirías que, en muchos lugares, se detiene el proceso en el cuidado? Lo veíamos antes, en Amoris laetitia se presenta a la persona discapacitada como receptora de cuidados, no como sujeto protagonista o con una fuerte implicación eclesial. En muchos santuarios marianos del mundo se ofrece un amor hacia la discapacidad que desborda cualquier concepción humana; eso es un tesoro. Ahora bien, en comparación con el esquema propuesto por el profesor Carter, ¿se profundiza más allá del cuidado físico, allí donde sea posible hacerlo, o se trata a la discapacidad como un todo homogéneo?
Si atendemos a un estudio de Katarzyna Zielinska-Król3, de una universidad católica de Polonia, podemos seguir extrayendo conclusiones. Esta investigadora establece una triada que determina el involucramiento de las personas discapacitadas en la Iglesia Católica.
De un lado, los ministros, que para poder acoger e integrar una determinada discapacidad necesitan cierta formación y conocer las características propias de la misma. Ello permite estar en contacto con la persona discapacitada al mismo tiempo que con su familia, así como facilitar el acceso a los sacramentos de manera específica.
Por otra parte, Zielinska nombra a las personas discapacitadas en sí mismas. Da por hecho que la condición concreta de mucha gente hace que su participación en la comunidad quede restringida. Sin embargo, enfatiza que una comunidad debe ofrecer la posibilidad de que todo el mundo ponga sus dones al servicio, sean estos los que sean. Para ello, la comunidad parroquial debe ofrecer las adaptaciones necesarias; tal vez pueda ser la construcción de una rampa, pero, como hemos visto, puede significar también incorporar un intérprete de lengua de signos u otras cuestiones menos evidentes.
La triada de Zielinska la completan los fieles sin discapacidad. Lo mismo que el ministro ordenado, el resto de fieles también debería hacer un esfuerzo por conocer las discapacidades de los miembros de su propia comunidad, de manera que las puedan reconocer y diferenciar de otras. Solo así es posible tratar a cada persona según su propia dignidad para que los oídos y los gestos no estén contaminados de un paternalismo tóxico que hemos visto atrás en el episodio.
A estos tres elementos en relación mutua, Katarzyna Zielinska lo llama una Iglesia Activa (con las siglas KAK en polaco). El nivel de satisfacción e involucración de las personas con discapacidad en las comunidades eclesiales dependerá, por tanto, de la cooperación de estos tres actores y actrices de la triada.
Se sabe que, como mínimo, el 65% de las parroquias estadounidenses fallan a la hora de proporcionar un cuidado pastoral a las personas con discapacidad y que el 89% de las mismas no buscan la inclusión de la gente discapacitada en las actividades parroquiales.
Date cuenta de lo enorme de esos números. 65 y 89%. Si la Iglesia actual no está preparada para afrontar el diálogo acerca de la inclusión real de las personas discapacitadas, ¿cómo vamos a poder dar un paso más allá y comenzar a hablar con naturalidad sobre la sexualidad de las mismas?
La dimensión sexual es constitutiva del ser humano y, por tanto, también de las personas discapacitadas. ¿Cómo acompaña la Iglesia situaciones que escapan a las relaciones entre cuerpos estandarizados? ¿Cuál es el lugar apropiado para sacar esto a relucir? ¿Se puede hablar de ello con libertad? ¿Cómo se integra con el resto de elementos de la moral sexual católica?
En líneas generales, hemos visto durante el episodio que la discapacidad va mucho más allá de esas frases tan destructivas como que la persona discapacitada “es un ángel” o es “un ser de luz” y que es fundamental que para que exista una plena integración, dentro y fuera de la Iglesia, se debe trascender esa concepción generalizada de que la discapacidad sea algo estropeado que deba arreglarse o echarse a un lado.
Leemos en Vida Nueva el testimonio de Margarita Bravo, una deportista con tetraplejia del club deportivo de Frater Castellón:
El deporte, para mí, significa una ventana de la discapacidad, donde mis limitaciones físicas no existen, ya sea cuando estoy entrenando o cuando estoy compitiendo; siento que soy libre y que soy yo misma, como si los obstáculos del día a día no existieran en el campo.
En ese esquema de diez pasos de Carter, había uno que era el conocimiento de la persona. Saber qué proporciona plenitud a una determinada persona puede orientar a la comunidad entera para contribuir a su realización más allá del asistencialismo, sino como actrices y actores de un mismo escenario.
¿No es acaso eso otra manifestación concreta de la sinodalidad? ¿Cómo caminar verdaderamente juntos y juntas si no se sigue el ritmo de quien no puede mover los pies?
En el Evangelio según San Marcos (Mc 2) leemos que Jesús perdonaba los pecados de alguien inmovilizado. Cuando la gente se escandalizó se volvió a dirigir hacia él y le dijo que tomara su camilla y se pusiera a caminar. Es decir, le hizo protagonista de su propia vida.
Nosotros, seguidores de Jesús, tal vez vivamos atrapados en el Levítico, en esa supuesta perfección del cuerpo, como si lo contrario fuera desagradable para Dios. En ese caso, si la discapacidad no tiene un sitio en la Iglesia más allá de la asistencia y el cuidado que necesitan algunas personas, si se le roba la voz a quien tiene la capacidad de ofrecerla, tal vez no sea a Jesús a quien se esté siguiendo.
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