Queridos hermanos y hermanas: Dios nunca abandona a sus hijos. Ni siquiera cuando la edad avanza y las fuerzas flaquean, cuando aparecen las canas y el estatus social decae, cuando la vida se vuelve menos productiva y corre el peligro de parecernos inútil.
Así comienza el mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial de los Abuelos y Ancianos que se celebrará el próximo 28 de julio. El lema para este año es “En la vejez, no me abandones”.
Si has leído los libros de El Señor de los Anillos o has visto alguna de las películas, seguramente sabrás que el cumpleaños de Bilbo es un momento importante de la trama. Es cuando se descubre todo lo relativo al anillo y se ponen en marcha los acontecimientos necesarios para destruirlo. Bilbo Bolsón cumple ciento once años. En su discurso dice:
Los he reunido a todos con un propósito. En realidad, con tres propósitos. En primer lugar, para decirles lo mucho que los quiero y lo breves que son ciento once años entre hobbits tan maravillosos y admirables. No conozco a la mitad de ustedes ni la mitad de lo que querría y lo que yo querría es menos de la mitad de lo que la mitad de ustedes merece.
Tal como le ocurre a Bilbo en la novela escrita por Tolkien, llega un momento en nuestra vida en que las relaciones con los demás se evalúan de otro modo. A medida que cumplimos años, nuestra memoria va modificando los parámetros para ponderar aquello a lo que damos importancia. Lo que en la juventud era el centro de la vida, en la vejez queda orillado; y viceversa.
Entre esos nuevos parámetros se incluye la vivencia de ser abuela y abuelo. Precisamente sobre ello, la escritora Carmen Guaita y la profesora María de la Válgoma conversan con Vida Nueva. Guaita dice así:
Es una relación completamente distinta, un cambio de perspectiva de la vida: cuando tienes un hijo, entre él y tú la mirada va directa. Ahora la mirada hace un ángulo, como la luz al refractar: nunca dejas de ver a tu hijo cuando ves a tu nieta, nunca pierdes la perspectiva de que es hija de tu hijo. Es un punto de vista maravilloso, único. Esa nieta llega a través de uno de los mayores amores de tu vida. Es como una especie de reverberación del amor.
Para incluir el punto de vista de los nietos, podemos acudir al testimonio de María Alejandro, una mujer que lleva trabajando en el East Harlem durante más de 21 años con proyectos para promocionar la vida de la gente, incluida la de las personas mayores. Relata así sus recuerdos familiares.
Cuando era niña, crecí en una pequeña aldea en la República Dominicana. Los domingos y las ocasiones especiales, como cumpleaños, bodas y funerales, varias generaciones familiares nos juntábamos para comer lo que cultivábamos en las tierras de mi familia. Después de esta comida, nos reuníamos alrededor de los mayores, quienes compartían historias familiares y sabiduría. Eso me recuerda a mi abuela, que cocinaba no solo para nosotros, sino también para todos los trabajadores que venían a recoger cacahuetes a la propiedad de mi padre.
Había algo especial que ella hacía que a mí me llamaba la atención. Antes de servir ningún plato, ella agarraba su comida y la dejaba apartada. Un día, le pregunté: abuela, ¿por qué agarras primero tu comida? Ella me dijo: te lo voy a contar. Tengo que cuidar primero de mí misma. Si como, descanso y duermo bien, por la mañana, cuando me levanto, tengo toda la energía que necesito para ocuparme de ti y de todos los demás. Esa era mi abuela. Los mayores ocupan un lugar central en mi corazón. Ellos han mantenido a mi familia y a la comunidad.
Esa posición central reservada a las personas mayores va muy en la línea de lo expresado por el papa Francisco en su mensaje para la Jornada Mundial de los Abuelos y los Mayores. El pontífice argentino dice lo siguiente:
Dios no se fija en las apariencias y no desdeña elegir a aquellos que para muchos resultan irrelevantes. No descarta ninguna piedra, al contrario, las más “viejas” son la base segura sobre las que se pueden apoyar las piedras “nuevas” para construir todas juntas el edificio espiritual.
Esa base segura que menciona Francisco necesita de un sano diálogo intergeneracional, lo cual, a su vez, requiere de una voluntad de todas las partes para dialogar. En el mundo de hoy, un gran número de elementos juegan en contra del encuentro: el edadismo irracional que lleva a tachar de inservible, inútil u opresor toda palabra salida de labios viejos; una masa de gente mayor que no acepta ni tolera a las generaciones que llegaron después al mundo; etcétera.
Quizás, los obstáculos para el diálogo intergeneracional se pueden resumir en algo que dice la actriz Mamen García en conversación con Vida Nueva:
Con los años, el que ha sido listo es más listo y el que fue imbécil es más imbécil todavía. El tiempo no da sabiduría al que no la ha tenido.
Cuando no hay diálogo entre generaciones, el tejido social se fractura. No será posible reparar esa herida, esa falta de diálogo entre la novedad y la sabiduría, sin unas sanas relaciones familiares.
De modo parecido al testimonio de la dominicana María Alejandro, el cardenal Nichols también recuerda parte de su infancia al hablar sobre el cuidado a las personas mayores.
Necesitamos ser capaces de mirar a la población que envejece tal vez más desde los puntos de vista de dicha población en sí misma. Supongo que yo soy parte de esa población ahora.
[...]
Hemos vivido en estas últimas décadas en una sociedad que se ha regocijado por una creciente movilidad, una creciente autodeterminación, un creciente sentido de autonomía e independencia. Y cuando la capacidad para estas cosas comienza a decaer, entonces, lo que yo pienso es que mucha gente mayor se encuentra con una fragmentación del sentido de la sociedad que les deja extremadamente aislados.
[...]
Cuando era joven, seguramente alrededor de los nueve, diez u once años, mi madre solía ir muchas mañanas varias casas más allá solo para ver al señor Shannon. Él vivía solo, su hijo se había marchado, su mujer había fallecido; él seguía adelante. Mi madre iba a verlo a diario. Un día, ella regresó y me dijo que la acompañara. Caminé por el camino y llegamos a la casa del señor Shannon. Nunca olvidaré lo que vi, porque el señor Shannon había muerto y estaba sentado en su sillón. Mi madre dijo: entra y echa un vistazo; observa que ha muerto pacíficamente y que está leyendo un libro. Era “La imitación de Cristo”. Esa fue mi introducción a la muerte y la introducción al cuidado de la gente en sus últimos días.
Ante ese testimonio, ¿cómo entrar en diálogo con alguien que ha visto tanta muerte a través de una pantalla que después de un tiempo se ha insensibilizado? ¿Cómo conjuga esa experiencia cara a cara frente al cadáver con la de quien ni se inmuta ante la masacre y el genocidio?
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Sobre sobre el envejecimiento, las posibilidades que este ofrece y sobre el diálogo intergeneracional, la Iglesia tiene un aporte que realizar al mundo que, probablemente, no pueda ofrecer ningún otro actor ni actriz social. Al volver la mirada hacia las comunidades de vida contemplativa, nos encontramos con grupos de personas de diferentes edades que deben convivir bajo un mismo techo y sujetos a idénticas normas. En ese contexto, el diálogo resulta crucial y su observación y estudio podría arrojar luz al conjunto de la sociedad acerca de cómo tratarse mutuamente y cómo cuidar a quienes van llegando al final del camino terrenal.
Dos investigadores suizos publicaron en febrero de este año un artículo sobre el envejecimiento en las órdenes religiosas1, poniendo de manifiesto algunos cambios que se están produciendo en el monasticismo contemporáneo. El texto incide una y otra vez en cómo el envejecimiento de las comunidades tiene implicaciones sobre las normas más esenciales. Por ejemplo, muchas comunidades monásticas tienen un riguroso horario de oraciones que suele implicar levantarse en mitad de la noche para una vigilia y participar de todo tipo de rezos a lo largo del día. ¿Qué sucede cuando el cuerpo envejece y ya no se puede mantener ese ritmo tan exhaustivo? A la comunidad le toca hablar sobre ello y, tal vez, permitir la ausencia en algunos momentos o realizar ciertas modificaciones.
Otra cosa que analizaban estos investigadores suizos tenía que ver con las decisiones a tomar cuando el envejecimiento trae consigo una alteración cognitiva que borra las nociones de lo correcto, lo incorrecto, lo que toca hacer o lo que no está permitido. En un monasterio donde el silencio forma parte del estilo de vida, ¿cómo se lidia con los miembros que, debido a enfermedades asociadas con la edad, hablan a gritos o tienen comportamientos más exigentes? Cuando los cuidados a los mayores requieren de profesionales externos al monasterio y son llevados a instituciones especializadas, ¿cómo se conjuga eso con los votos de atender a los miembros ancianos hasta el final de sus días?
Esas mismas dificultades comentadas en el texto se extrapolan también a la vida de más allá de las fronteras de un monasterio. Un matrimonio anciano dice esto desde una parroquia de Philadelphia:
A medida que te haces mayor, vas cuesta abajo y no tienes control sobre ello. A pesar de lo que hagas, te va a pasar. Quizás te partas la cadera, quizás te vuelvas ciego, puedes perder tu inteligencia, entonces, a medida que vas cuesta abajo en esta dirección, puedes acabar en un centro geriátrico. Lo que más me sobrecoge es que todas estas fuerzas no pueden ser detenidas. Y el único camino cuando eres mayor es ser testigo de todo esto, cuando tus amigos mueren y te acercas a ese momento, ¿qué puedes hacer? Puedes intentar hacerte más fuerte físicamente, puedes intentar desarrollar una fuerza física que prevenga esto o que lo retrase. Pero la pregunta es si puedes desarrollar una fuerza interior que te permita aguantar, entender y manejar todo esto.
Este matrimonio dialogaba con otros de su parroquia a propósito del contenido de un libro escrito por la benedictina Anne Field titulado “bendecidos por nuestro quebrantamiento”. Allí, la hermana Field compartía su propia experiencia de vida a partir del envejecimiento y el debilitamiento del cuerpo. Comparte, por ejemplo, el testimonio con una mujer llamada Alice, que acudía a la misa dominical de su pueblo. Esta mujer había sido sometida a una cirugía de cadera que había salido mal y la mantenía en silla de ruedas y con mucho dolor. Después de que la benedictina también fuese operada de la cadera y le ocurriese algo parecido, trató de entablar una amistad con aquella mujer. Dice lo siguiente:
No hacía mucho desde mi propia cirugía para sustitución de cadera, de la cual no me había recuperado satisfactoriamente tampoco, así que sentí cierta afinidad con Alice y la busqué para compartir nuestras experiencias. Sin embargo, para mi sorpresa, la encontré completamente amargada. No aceptaba nada de lo que yo le decía y estaba determinada a no ser ayudada. Solo le interesaba recibir una compensación económica.
[...]
Cuando murió unos años más tarde, me entristecí por ella y recé para que, al final, hubiera encontrado serenidad y paz con Dios. Tras la muerte de Alice, continué pensando en ella. ¿Acaso no hay nada positivo que la gente puede descubrir en el declive y las discapacidades que les esperan por delante, ya sea por el envejecimiento, la enfermedad o un accidente? ¿Pueden estos retos convertirse en una fuente de gracia que nos ayude a crecer para alcanzar toda nuestra estatura espiritual?
Acompañar el envejecimiento, cuidar el cuerpo venido a menos y contribuir a desarrollar la fortaleza espiritual no solo tiene que ver con la obligación cristiana de cuidar del desfavorecido y el débil, que también. Hay, además, algo de ciencia detrás de eso.
Algunas investigaciones, más o menos serias, han tratado de estudiar la relación entre religión y esperanza de vida2 y resulta que hay artículos que aseguran que una religiosidad más firme lleva a una mayor duración de la vida. En concreto, hay quien habla de hasta cinco años de diferencia entre personas que practican regularmente su religión y personas que no lo hacen o que carecen de creencias.
Pero, aunque esta diferencia fuera de diez, quince o veinte años, ¿cómo vivir en plenitud esa existencia sin nadie con quien compartirla? La soledad en la última etapa de la vida es un tema recurrente. En su mensaje para esta jornada Mundial de los Abuelo y las personas Mayores, el papa Francisco dice:
Las causas de esa soledad son múltiples. En muchos países, sobre todo en los más pobres, los ancianos están solos porque sus hijos se han visto obligados a emigrar. Pienso también en las numerosas situaciones de conflicto; En las ciudades y en los pueblos devastados por la guerra, muchas personas mayores se quedan solas, como únicos signos de vida en zonas donde parece reinar el abandono y la muerte. En otras partes del mundo, además, existe una falsa creencia, muy enraizada en algunas culturas locales, que genera hostilidad respecto a los ancianos, acusados de recurrir a la brujería para quitar energías vitales a los jóvenes. De modo que, en caso de que una muerte prematura, una enfermedad o una suerte adversa afecte a un joven, la culpa recae sobre algún anciano. Esta mentalidad se debe combatir y erradicar. Es uno de esos prejuicios infundados de los que la fe cristiana nos ha liberado, que alimenta persistentes conflictos generacionales entre jóvenes y ancianos.
Por tanto, aquí tenemos la clave de todo lo que venimos diciendo hasta ahora. Detrás de los conflictos generacionales persistentes habrá probablemente un prejuicio que los sustente.
Ese prejuicio puede venir en forma de brujería, o de pensamiento adverso hacia una generación en concreto, o motivado por las prácticas de consumo de usar y tirar, o por los mensajes de mercadotecnia que llaman constantemente a ser joven, fuerte y tener que modelar una forma del cuerpo determinada.
Robert Kramer, fundador de Nexus Insights, decía que la generación boomer estaba recogiendo lo que había sembrado.
Hemos perseguido la juventud y glorificado la juventud. Cuando tú inviertes miles de millones de dólares intentando mantenerte joven, parecer joven, actuar como joven, automáticamente construyes un miedo y prejuicio hacia lo contrario.
Conectando todo lo anterior con el comienzo del episodio, Carmen Guaita, hablando con Vida Nueva, compartía esta visión de futuro:
Yo pienso que la generación de nuestras nietas va a vivir en un mundo completamente distinto, tecnificado, con la inteligencia artificial… Y van a tener necesidad de humanización, en la que va a haber valores, creencias, va a haber fe.
[...]
Los responsables de que eso suceda en la generación de nuestras nietas somos las mujeres de nuestra generación, porque los papás y las mamás de la generación de nuestros hijos están ya navegando en este mar proceloso de un cambio de época, pero el péndulo de la historia siempre va de un lado a otro y, cuando nuestras nietas tengan 30 años, todo puede haber cambiado.
En efecto, el péndulo de la historia va y viene una vez tras otra. Lo que digamos, lo que hagamos con nuestros mayores, será lo que regrese más tarde. Es momento de empujar el péndulo hacia otra dirección. Ahora, mientras todavía nos quedan fuerzas. En el ocaso, el atardecer del último día, miraremos al cielo y diremos: “yo puse la mano en ese movimiento de cambio”.
Cerramos el episodio con unas palabras pronunciadas por Benedicto XVI en noviembre de 2012. En 2024 siguen teniendo plena vigencia.
En la Biblia, la longevidad es considerada una bendición de Dios. Hoy, esta bendición se ha extendido y debe ser vista como un regalo para apreciar y valorar. Sin embargo, a menudo la sociedad, dominada por la lógica de la eficiencia y el beneficio, no la acoge como tal; de hecho, a menudo la rechaza, considerando a los ancianos como no productivos e inútiles. Muchas veces se siente el sufrimiento de quienes están marginados, viven lejos de casa o están solos. Creo que deberíamos trabajar más duro, comenzando con las familias y las instituciones públicas, para garantizar que los ancianos puedan quedarse en sus hogares. La sabiduría de vida que llevamos es una gran riqueza. La calidad de una sociedad, me atrevería a decir de una civilización, también se juzga por cómo se trata a los ancianos y el lugar que se les reserva en la vida común. ¡Quien hace espacio para los ancianos hace espacio para la vida! ¡Quien acoge a los ancianos acoge la vida!.
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