De todos los sistemas de organización política, la Iglesia Católica aprecia especialmente el de la democracia, pero solo en la medida en que asegura la participación de la ciudadanía.

Una auténtica democracia no es solo el resultado de un respeto formal de las reglas, sino que es el fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran los procedimientos democráticos. Estos valores son: la dignidad humana, el respeto a los derechos de la persona y el bien común como fin y criterio regulador de la vida política.

Uno de los mayores riesgos para las democracias actuales es el relativismo ético que hace pensar que no existe un criterio objetivo y universal en el establecimiento de una jerarquía de valores.

La Iglesia Católica enseña que, si no existe una verdad última que guíe la acción política, las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente con el fin de alcanzar mayores cotas de poder.

Es fácil olvidar que la democracia es un ordenamiento de la vida social y que, como tal, es un instrumento y no un fin.

La democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad. El carácter moral no lo adquiere automáticamente, sino que depende de su conformidad con la ley moral.

Los partidos políticos tienen la tarea de favorecer una amplia participación de la ciudadanía y el acceso de esta a las responsabilidades públicas. En relación con ello, la información se encuentra entre los principales instrumentos de participación democrática.

Por otra parte, entre los obstáculos que se interponen a la objetividad de la información dentro de una democracia, la Iglesia señala que hay que prestar atención al fenómeno de las concentraciones editoriales y televisivas (compañías que absorben a otras para controlar más y más servicios de comunicación). La cuestión esencial es si el actual modelo de los sistemas informativos contribuye a hacer realmente mejor a la persona humana.